El siglo XIX es apasionante para la Historia, pues las transformaciones sociales y políticas que se vivieron en aquellos años fueron muy profundas, los debates y realizaciones políticas apasionantes y la evolución humana en el plano tecnológico muy notable, a mucha distancia del ritmo conocido hasta entonces.
Por fortuna, esas transformaciones han dejado un trazo que
se puede seguir y rememorar con relativa facilidad, al menos en lo esencial.
Los documentos oficiales se conservan, pero también el reflejo de la realidad en
la prensa o en la creciente actividad editorial de pensadores, ensayistas o
literatos.
Pero además de los temas más habituales en la
historiografía, como los hechos políticos o económicos e incluso los cambios
sociales, si nos entretenemos en manejar fuentes oficiales, como los diarios de
sesiones de las Cortes o el boletín oficial (entonces Gaceta de Madrid), nos
podemos situar en asuntos cotidianos que sorprenden porque pasan
desapercibidos en las reinterpretaciones que el cine o las series televisivas a
las que estamos acostumbradas.
Si reparamos en la cesta de la compra de finales del XIX y
la comparamos con la de hoy, encontramos algunas sorpresas. Me refiero
exclusivamente a los productos de alimentación, y excluiremos a aquellos no
sujetos a control público, tales como verduras frescas, entonces abastecidas
desde las huertas próximas a los centros de consumo, la caza, las aves o el
pescado o las frutas, capricho de temporada mucho menos habitual que hoy en la
dieta.
En las notas oficiales que aparecen en los boletines diarios
de la Gaceta de Madrid, se relatan algunas informaciones de interés y otras que
son meras curiosidades, pero muy interesantes. Además de los santos del día, la
cartelera de espectáculos de la capital o los registros meteorológicos de los
observatorios nacionales e internacionales, se encuentran los artículos de
consumo y su precio en los mataderos públicos y el mercado de granos.
Existe pues constancia, entre otros, de los animales sacrificados y su precio,
de las legumbres, aceite y vino, además de los combustibles como el carbón o el
petróleo o el jabón.
El 27 de octubre de 1883 (por escoger un día), para sorpresa
mía, el animal más sacrificado es el carnero (570 unidades), seguido de las
vacas (242), terneras (122) y ovejas (87). Por tanto, debía ser habitual en la
cocina el guiso de ovino macho, supongo que con patatas, e igualmente los
cocidos habían de incorporar en las casas humildes más carnero que otra cosa.
Entiendo que el carnero no necesariamente llevaba cuerna retorcida, sino que,
al no dar leche ni cría, serían engordados
para carne hasta alcanzar el peso y talla adecuado, algo así como lo que hacemos
hoy con cerdos o pollos. En cambio, la oveja sacrificada, como la vaca, debían
ser animales al final de su vida útil, tras criar y dar leche durante años. De
ahí pues la escala de precios. La compra maestra era el carnero, una carne
sabrosa a 1,60-2,00 pesetas el kilo. El mismo precio tenía la vaca, pero se
trataba de reses escurridas, avejentadas, duras. La oveja se cotizaba a
1,20-1,30, la más barata, mientras que la ternera arrancaba en 1,50, pero los
cortes más jugosos se alzaban hasta las 5 pesetas. Para mi sorpresa, el cerdo
no era más económico, y el jamón se iba a las 3-4 pesetas, mientras que el
tocino añejo a 2,20-2,30 pesetas, por encima de la carne de carnero.
Por su parte, las legumbres eran más económicas, y oscilaban
en precios mínimos desde las 0,54 pesetas el kilo de lentejas, 0,66 de judías y
garbanzos hasta los 0,70 del arroz. Las patatas se conformaban con 0,16-0,24
pesetas el kilo, el aceite a 1 peseta el litro y el vino a 0,78.
Lo que sin duda debía ser memorable era el potente sabor de
un guiso de aquellos, con su carnero y su tocino añejo. Ideal para trabajos
duros y paladares acostumbrados.
Si queréis más información sobre la dieta de entonces y su
transformación en el tiempo, es interesante este artículo de Roser Nicolau
Nos y Josep Pujol Andreu.
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