domingo, 10 de abril de 2016

De compras a finales del XIX


El siglo XIX es apasionante para la Historia, pues las transformaciones sociales y políticas que se vivieron en aquellos años fueron muy profundas, los debates y realizaciones políticas apasionantes y la evolución humana en el plano tecnológico muy notable, a mucha distancia del ritmo conocido hasta entonces.

Por fortuna, esas transformaciones han dejado un trazo que se puede seguir y rememorar con relativa facilidad, al menos en lo esencial. Los documentos oficiales se conservan, pero también el reflejo de la realidad en la prensa o en la creciente actividad editorial de pensadores, ensayistas o literatos.

Pero además de los temas más habituales en la historiografía, como los hechos políticos o económicos e incluso los cambios sociales, si nos entretenemos en manejar fuentes oficiales, como los diarios de sesiones de las Cortes o el boletín oficial (entonces Gaceta de Madrid), nos podemos situar en asuntos cotidianos que sorprenden porque pasan desapercibidos en las reinterpretaciones que el cine o las series televisivas a las que estamos acostumbradas.

Si reparamos en la cesta de la compra de finales del XIX y la comparamos con la de hoy, encontramos algunas sorpresas. Me refiero exclusivamente a los productos de alimentación, y excluiremos a aquellos no sujetos a control público, tales como verduras frescas, entonces abastecidas desde las huertas próximas a los centros de consumo, la caza, las aves o el pescado o las frutas, capricho de temporada mucho menos habitual que hoy en la dieta.

En las notas oficiales que aparecen en los boletines diarios de la Gaceta de Madrid, se relatan algunas informaciones de interés y otras que son meras curiosidades, pero muy interesantes. Además de los santos del día, la cartelera de espectáculos de la capital o los registros meteorológicos de los observatorios nacionales e internacionales, se encuentran los artículos de consumo y su precio en los mataderos públicos y el mercado de granos. Existe pues constancia, entre otros, de los animales sacrificados y su precio, de las legumbres, aceite y vino, además de los combustibles como el carbón o el petróleo o el jabón.

El 27 de octubre de 1883 (por escoger un día), para sorpresa mía, el animal más sacrificado es el carnero (570 unidades), seguido de las vacas (242), terneras (122) y ovejas (87). Por tanto, debía ser habitual en la cocina el guiso de ovino macho, supongo que con patatas, e igualmente los cocidos habían de incorporar en las casas humildes más carnero que otra cosa. Entiendo que el carnero no necesariamente llevaba cuerna retorcida, sino que, al no dar leche ni cría,  serían engordados para carne hasta alcanzar el peso y talla adecuado, algo así como lo que hacemos hoy con cerdos o pollos. En cambio, la oveja sacrificada, como la vaca, debían ser animales al final de su vida útil, tras criar y dar leche durante años. De ahí pues la escala de precios. La compra maestra era el carnero, una carne sabrosa a 1,60-2,00 pesetas el kilo. El mismo precio tenía la vaca, pero se trataba de reses escurridas, avejentadas, duras. La oveja se cotizaba a 1,20-1,30, la más barata, mientras que la ternera arrancaba en 1,50, pero los cortes más jugosos se alzaban hasta las 5 pesetas. Para mi sorpresa, el cerdo no era más económico, y el jamón se iba a las 3-4 pesetas, mientras que el tocino añejo a 2,20-2,30 pesetas, por encima de la carne de carnero.

Por su parte, las legumbres eran más económicas, y oscilaban en precios mínimos desde las 0,54 pesetas el kilo de lentejas, 0,66 de judías y garbanzos hasta los 0,70 del arroz. Las patatas se conformaban con 0,16-0,24 pesetas el kilo, el aceite a 1 peseta el litro y el vino a 0,78.

Lo que sin duda debía ser memorable era el potente sabor de un guiso de aquellos, con su carnero y su tocino añejo. Ideal para trabajos duros y paladares acostumbrados.

Si queréis más información sobre la dieta de entonces y su transformación en el tiempo, es interesante este artículo de Roser Nicolau Nos y Josep Pujol Andreu.   

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